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Transcurrido prácticamente un año de un referéndum que ha reescrito las reglas del juego comunitario, todo ha cambiado al norte del Canal de la Mancha y, a la vez, el panorama es el mismo: el país quiere acabar con 44 años de matrimonio de conveniencia, pero ignora qué relación quiere mantener con su futuro ex socio.

Si ya la complejidad del divorcio constituía un reto para cualquier administración, el hecho de que la actual no pueda garantizar en casa la aprobación de lo que obtenga en Bruselas convierte una tarea titánica en misión virtualmente imposible. El catastrófico error de cálculo de Theresa May con el adelanto electoral ha dejado a la primera ministra expuesta a las maquinaciones de las diferentes facciones que cohabitan en el Palacio de Westminster y su propia continuidad en Downing Street pende de un hilo.

De momento, su partido no la obliga a hacer las maletas porque sabe que la maniobra podría resultar contraproducente y acabar haciendo caer al Gobierno en su conjunto, en un contexto en que el país se juega su futuro con la negociación de la ruptura comunitaria. Sin embargo, la fecha de caducidad de su estadía en el Número 10 de Downing Street se ha recortado como consecuencia de la gestión de la crisis del incendio de la torre Grenfell y el último atentado y el desafío a su liderazgo podría ya no ser cuestión de meses, sino de semanas.

En pie de guerra contra May

Los conservadores ya estaban en pie de guerra contra quien responsabilizan de haber perdido la mayoría absoluta por una desastrosa campaña en la que sus limitaciones quedaron en evidencia. Por ello, la vacilación en las horas posteriores a la tragedia, en las que cometió el fallo de evitar reunirse con las víctimas, ha constituido la última gota para una formación conocida por su falta de reticencias para el regicidio. En el momento en que el motín no arriesgue con entregar las llaves de la residencia oficial a Jeremy Corbyn, May recibirá el toque de gracia.

Su ascenso y posterior caída, no obstante, van más allá de una mera mudanza en el Número 10 y tiene profundas consecuencias para el porvenir no solo del país, sino del proyecto comunitario. Tras hacerse con el relevo de David Cameron en julio, la primera ministra había disfrutado de una luna de miel de nueve meses en los que se acabó creyendo invulnerable. Asumió el triple salto mortal del adelanto de las generales como un mero trámite para legitimar la autoridad que consideraba tener para apostar por un Brexit duro, a pesar de que, antes del plebiscito del 23 de junio, nadie había aclarado a los votantes que la opción de abandonar supondría dejar el mayor club comercial del mundo, romper con la unión de aduanas y detener la integración en materia de justicia.

Varapalo en las urnas

El varapalo en las urnas debería haber aniquilado su apuesta para la salida, pero Downing Street insiste en que la aproximación no ha cambiado en relación al libro blanco del Brexit, cuyo espíritu bebe directamente de las propuestas anunciadas por la propia May en enero. Por si fuera poco, el departamento gubernamental encargado del proceso mantiene también que su intención de abordar en paralelo las conversaciones de la ruptura con las de la nueva relación sigue intacta, a pesar de que Bruselas ha repetido reiteradamente que las primeras deben concluir antes de abordar el futuro.

El testarudo posicionamiento británico evidencia el estado de caos con el que el Ejecutivo afronta las conversaciones. Para empezar, no cuenta con apoyo suficiente para la fórmula que quiere aplicar para el divorcio y su pertinaz obstinación con imponer su metodología para la negociación amenaza no solo con dificultar el diálogo, sino con hacerlo descarrilar. De ahí que las únicas dos opciones posibles impliquen un Brexit aceptable para la mayoría del Parlamento, un factor que implicaría irremediablemente una solución blanda, o el fin de las conversaciones sin acuerdo, es decir, el temido escenario del precipicio, un desenlace que no conviene a ninguna de las partes, pero menos todavía a quien está resuelto a navegar por libre.

Evitarlo dependerá de la destreza negociadora de quien, en última instancia, asuma el peso de las decisiones, pero la dicotomía entre una UE ansiosa por demostrar que la vida fuera del bloque es peor que dentro y un Reino Unido obligado a aceptar lo que Bruselas ofrezca reduce el margen de maniobra. No en vano, quien sea que reside en Downing Street en 2019 deberá justificar ante la ciudadanía una resolución políticamente digerible y económicamente sostenible.

Fuente: eleconomista.es